A ocho cuadras de Palacio de Gobierno, 600 miembros de la etnia shipibo-conibo viven asentados sobre un vertedero de basura. Llegaron a este lugar conocido como Cantagallo desde sus comunidades ubicadas a orillas del río Ucayali. Buscaban oportunidades para sus hijos, pero solo encontraron pobreza e indiferencia. En la zona que hoy ocupan se tiene previsto levantar el proyecto Río Verde, de la alcaldesa Susana Villarán. Unos quieren ser reubicados para escapar de la contaminación, pero otros proponen un proyecto de turismo vivencial. Aquí sus historias.
Por Karen Espejo
Fotos José Vidal
Nora Sousa tiene los pies desnudos y una vestimenta de trazos selváticos. En un rincón de su casa de madera arma collares de semillas, que luego vende en alguna calle del centro de Lima. “Si no hay venta, no hay comida para mis tres hijos... aunque a veces es difícil trabajar aquí, a veces es imposible respirar aquí”, confiesa esta mujer que en su juventud dejó atrás su natal Pueblo Nuevo (Bena Jema en lengua shipibo), una comunidad aislada de Pucallpa. Su lamento es comprensible: no hay nada más alejado del paisaje puro donde nació que el panorama de Cantagallo, un antiguo botadero de basura a ocho cuadras de Palacio de Gobierno, habitado desde hace once años por la etnia shipibo-conibo.
Hoy son alrededor de 600 nativos (la mitad menores de edad) instalados sobre montañas de desmonte que ellos mismos han ido asentando con el tiempo. Todos cambiaron sus días a orillas del río Ucayali –un cauce cargado de vida– por la sobrevivencia en las riberas áridas del río Rímac, un afluente colmado de enfermedades. Aquí no hay peces desplazándose bajo el agua libremente ni frutas colgando de los árboles. Aquí la comida se compra, la basura flota sobre corrientes turbias y las pocas plantas que existen agonizan por la contaminación del ambiente. Aun así, los shipibos decidieron dejar sus pueblos carentes de colegios y universidades para venir a esta ciudad en la que podían educar a sus hijos.
“Quiero quedarme en la capital hasta que mis niños terminen de estudiar, aunque en Cantagallo hay mucha contaminación. Hasta el 2009 el municipio de Lima siguió arrojando basura aquí y todavía no tenemos agua ni desagüe. Mis hijos se enferman de tos y diarreas, o les salen manchitas en la piel. Hace poco escuché que la alcaldesa (Susana Villarán) nos quería reubicar para hacer una obra. Yo estoy de acuerdo, con tal que sea en una zona más limpia”, asegura Nora. El proyecto del que habla esta mujer de piel curtida es el flamante Río Verde, que pretende convertir cuatro kilómetros de ribera del río Rímac en un enorme parque con miradores, tiendas y espacios culturales. La obra incluye un coliseo para conciertos, justo en Cantagallo, un área de 20 hectáreas de la que los shipibos solo ocupan alrededor de 5 mil metros cuadrados.
En la selva de cemento
Sin embargo, no todos piensan como Nora. Leonardo Pacaya (66) –o Inca Soe, que significa “formado por el inca” en shipibo– no está dispuesto a salir del lugar. Este hombre de 66 años partió hace tres décadas de la comunidad amazónica de Santa Isabel rumbo a Lima, con cinco hijos a su cargo y una sola meta: darles la educación que él nunca tuvo. Así estuvieron viviendo en casas de amigos y vendiendo collares de semillas o bolsos de tocuyo en las calles, hasta que el 27 de octubre del 2000 los invitaron a exponer su artesanía en la feria Todas las Sangres de Cantagallo. “Como no teníamos a dónde ir, nos quedamos a dormir en los stands y ya no nos fuimos”, recuerda Leonardo, quien junto a otras cuatro familias de la etnia shipibo-conibo levantó las primeras casas, a pocos metros de lo que era la feria. Con el pasar de los años, el municipio limeño continuó arrojando basura sobre este descampado y, contradictoriamente, más shipibos fueron migrando hacia este terreno que aún pertenece al Estado.
Hilda Pacaya, hija de Leonardo y presidenta de la Asociación de Artesanos Shipibos Residentes en Lima (Ashirel), asegura que vienen haciendo todos los trámites posibles para permanecer en este espacio. “Hemos luchado contra Luis Castañeda porque él echaba basura encima de nosotros, sin importarle la salud de los niños. Ahora que entra Villarán, le presentaremos el proyecto Turismo Vivencial Shipibo-Conibo, que consiste en adaptarnos a la obra Río Verde, para hacer de este lugar una zona turística que muestre nuestras costumbres”, asegura.
Identidad amazónica
Consultamos al respecto a Augusto Ortiz de Zevallos, asesor de urbanismo de la alcaldía de Lima y propulsor de Río Verde. “Sabemos que hay shipibos viviendo hace años en la zona y no es una presencia que afecte la obra, pero sí es un tema delicado. En un primer momento cuantificaremos cuántas personas viven allí para decidir lo que sea mejor para ellos y también para la comunidad. Lo que sí te digo es que la idea de turismo vivencial que plantean me parece un potencial bonito que podría trabajarse y vamos a tomar contacto con ellos”, afirma el arquitecto.
Y es que, aunque los shipibos hayan migrado lejos de sus bosques para abrirse paso entre el áspero cemento de Lima, viven aferrados a sus tradiciones. Todos hablan lengua shipibo entre ellos y castellano con los visitantes; y todavía se pueden ver pobladores caminando descalzos con sus trajes típicos en las riberas del río Hablador o friendo plátanos en las puertas de sus casas. Los males del alma y las enfermedades más simples aún se diagnostican con ceremonias de ayahuasca y se curan con plantas amazónicas, de manos de “unayas” o curanderos como César Tananta, uno de los fundadores de Ashirel. Las leyendas como las del hombre lluvia (capaz de frenar huracanes con un hacha), la vida cotidiana en la selva y las visiones espirituales son plasmadas sobre telas con tierra de colores, gracias al arte de familias como los Pinedo Valera. Y existe incluso una reja metálica que divide a los shipibos puros de los mestizos (como llaman ellos a los limeños o nativos que conviven con ellos).
Sin embargo, resulta imposible ignorar que sus condiciones de vida no son las mejores, asentados sobre un vertedero de residuos sólidos. Y aparecen las madres como Yolanda Bardales (Sui Jisbue o mujer elegante, en shipibo), quienes no pueden negar la contaminación que recae sobre sus hijos, las consecuencias de vivir con solo dos letrinas comunales, ni la pobreza que los vuelve vulnerables. “Nosotros éramos de la comunidad de San Francisco, en Pucallpa. Llegamos a Cantagallo en el 2007 porque ya no vendíamos muchas artesanías allá y no había posibilidad de estudio para mis tres niños. Aquí ganamos un poco más de dinero, aunque también hay días sin comer y los chicos se enferman casi todas las semanas”, lamenta, mientras se balancea sobre una hamaca instalada en medio de su casa. La etnia shipibo-conibo vino a la capital con la esperanza de superarse y huir del aislamiento de sus comunidades. Algunos han logrado colocar a sus hijos en colegios, institutos y universidades, pero todos, sin excepción, hallaron enfermedad y abandono en su camino. Después de once años, el peor desenlace que podrían tener sería continuar sumidos en el olvido.
ARTE CON TIeRRA DE COLORES
Roldán Pinedo, su esposa y su hijo mayor, Harry Pinedo Valera (en la foto), se dedican a la pintura sobre tela, con barros de colores que traen desde Pucallpa. Los tres se ganan la vida vendiendo cuadros sobre mitos amazónicos, trabajos cotidianos de la selva, como la pesca y la caza, así como visiones con ayahuasca, donde las serpientes suelen ser símbolos de protección. Según Roldán, muchas de sus pinturas han sido adquiridas por el historiador Pablo Macera, quien lo ha apoyado en diversas exposiciones. Hasta el momento, el arte rústico de la familia Pinedo Valera ha sido expuesto en Ecuador, Japón, Dinamarca, Alemania, España e Italia. El 18 de enero estarán en la galería Pancho Fierro.
Por Karen Espejo
Fotos José Vidal
Nora Sousa tiene los pies desnudos y una vestimenta de trazos selváticos. En un rincón de su casa de madera arma collares de semillas, que luego vende en alguna calle del centro de Lima. “Si no hay venta, no hay comida para mis tres hijos... aunque a veces es difícil trabajar aquí, a veces es imposible respirar aquí”, confiesa esta mujer que en su juventud dejó atrás su natal Pueblo Nuevo (Bena Jema en lengua shipibo), una comunidad aislada de Pucallpa. Su lamento es comprensible: no hay nada más alejado del paisaje puro donde nació que el panorama de Cantagallo, un antiguo botadero de basura a ocho cuadras de Palacio de Gobierno, habitado desde hace once años por la etnia shipibo-conibo.
Hoy son alrededor de 600 nativos (la mitad menores de edad) instalados sobre montañas de desmonte que ellos mismos han ido asentando con el tiempo. Todos cambiaron sus días a orillas del río Ucayali –un cauce cargado de vida– por la sobrevivencia en las riberas áridas del río Rímac, un afluente colmado de enfermedades. Aquí no hay peces desplazándose bajo el agua libremente ni frutas colgando de los árboles. Aquí la comida se compra, la basura flota sobre corrientes turbias y las pocas plantas que existen agonizan por la contaminación del ambiente. Aun así, los shipibos decidieron dejar sus pueblos carentes de colegios y universidades para venir a esta ciudad en la que podían educar a sus hijos.
“Quiero quedarme en la capital hasta que mis niños terminen de estudiar, aunque en Cantagallo hay mucha contaminación. Hasta el 2009 el municipio de Lima siguió arrojando basura aquí y todavía no tenemos agua ni desagüe. Mis hijos se enferman de tos y diarreas, o les salen manchitas en la piel. Hace poco escuché que la alcaldesa (Susana Villarán) nos quería reubicar para hacer una obra. Yo estoy de acuerdo, con tal que sea en una zona más limpia”, asegura Nora. El proyecto del que habla esta mujer de piel curtida es el flamante Río Verde, que pretende convertir cuatro kilómetros de ribera del río Rímac en un enorme parque con miradores, tiendas y espacios culturales. La obra incluye un coliseo para conciertos, justo en Cantagallo, un área de 20 hectáreas de la que los shipibos solo ocupan alrededor de 5 mil metros cuadrados.
En la selva de cemento
Sin embargo, no todos piensan como Nora. Leonardo Pacaya (66) –o Inca Soe, que significa “formado por el inca” en shipibo– no está dispuesto a salir del lugar. Este hombre de 66 años partió hace tres décadas de la comunidad amazónica de Santa Isabel rumbo a Lima, con cinco hijos a su cargo y una sola meta: darles la educación que él nunca tuvo. Así estuvieron viviendo en casas de amigos y vendiendo collares de semillas o bolsos de tocuyo en las calles, hasta que el 27 de octubre del 2000 los invitaron a exponer su artesanía en la feria Todas las Sangres de Cantagallo. “Como no teníamos a dónde ir, nos quedamos a dormir en los stands y ya no nos fuimos”, recuerda Leonardo, quien junto a otras cuatro familias de la etnia shipibo-conibo levantó las primeras casas, a pocos metros de lo que era la feria. Con el pasar de los años, el municipio limeño continuó arrojando basura sobre este descampado y, contradictoriamente, más shipibos fueron migrando hacia este terreno que aún pertenece al Estado.
Hilda Pacaya, hija de Leonardo y presidenta de la Asociación de Artesanos Shipibos Residentes en Lima (Ashirel), asegura que vienen haciendo todos los trámites posibles para permanecer en este espacio. “Hemos luchado contra Luis Castañeda porque él echaba basura encima de nosotros, sin importarle la salud de los niños. Ahora que entra Villarán, le presentaremos el proyecto Turismo Vivencial Shipibo-Conibo, que consiste en adaptarnos a la obra Río Verde, para hacer de este lugar una zona turística que muestre nuestras costumbres”, asegura.
Identidad amazónica
Consultamos al respecto a Augusto Ortiz de Zevallos, asesor de urbanismo de la alcaldía de Lima y propulsor de Río Verde. “Sabemos que hay shipibos viviendo hace años en la zona y no es una presencia que afecte la obra, pero sí es un tema delicado. En un primer momento cuantificaremos cuántas personas viven allí para decidir lo que sea mejor para ellos y también para la comunidad. Lo que sí te digo es que la idea de turismo vivencial que plantean me parece un potencial bonito que podría trabajarse y vamos a tomar contacto con ellos”, afirma el arquitecto.
Y es que, aunque los shipibos hayan migrado lejos de sus bosques para abrirse paso entre el áspero cemento de Lima, viven aferrados a sus tradiciones. Todos hablan lengua shipibo entre ellos y castellano con los visitantes; y todavía se pueden ver pobladores caminando descalzos con sus trajes típicos en las riberas del río Hablador o friendo plátanos en las puertas de sus casas. Los males del alma y las enfermedades más simples aún se diagnostican con ceremonias de ayahuasca y se curan con plantas amazónicas, de manos de “unayas” o curanderos como César Tananta, uno de los fundadores de Ashirel. Las leyendas como las del hombre lluvia (capaz de frenar huracanes con un hacha), la vida cotidiana en la selva y las visiones espirituales son plasmadas sobre telas con tierra de colores, gracias al arte de familias como los Pinedo Valera. Y existe incluso una reja metálica que divide a los shipibos puros de los mestizos (como llaman ellos a los limeños o nativos que conviven con ellos).
Sin embargo, resulta imposible ignorar que sus condiciones de vida no son las mejores, asentados sobre un vertedero de residuos sólidos. Y aparecen las madres como Yolanda Bardales (Sui Jisbue o mujer elegante, en shipibo), quienes no pueden negar la contaminación que recae sobre sus hijos, las consecuencias de vivir con solo dos letrinas comunales, ni la pobreza que los vuelve vulnerables. “Nosotros éramos de la comunidad de San Francisco, en Pucallpa. Llegamos a Cantagallo en el 2007 porque ya no vendíamos muchas artesanías allá y no había posibilidad de estudio para mis tres niños. Aquí ganamos un poco más de dinero, aunque también hay días sin comer y los chicos se enferman casi todas las semanas”, lamenta, mientras se balancea sobre una hamaca instalada en medio de su casa. La etnia shipibo-conibo vino a la capital con la esperanza de superarse y huir del aislamiento de sus comunidades. Algunos han logrado colocar a sus hijos en colegios, institutos y universidades, pero todos, sin excepción, hallaron enfermedad y abandono en su camino. Después de once años, el peor desenlace que podrían tener sería continuar sumidos en el olvido.
ARTE CON TIeRRA DE COLORES
Roldán Pinedo, su esposa y su hijo mayor, Harry Pinedo Valera (en la foto), se dedican a la pintura sobre tela, con barros de colores que traen desde Pucallpa. Los tres se ganan la vida vendiendo cuadros sobre mitos amazónicos, trabajos cotidianos de la selva, como la pesca y la caza, así como visiones con ayahuasca, donde las serpientes suelen ser símbolos de protección. Según Roldán, muchas de sus pinturas han sido adquiridas por el historiador Pablo Macera, quien lo ha apoyado en diversas exposiciones. Hasta el momento, el arte rústico de la familia Pinedo Valera ha sido expuesto en Ecuador, Japón, Dinamarca, Alemania, España e Italia. El 18 de enero estarán en la galería Pancho Fierro.